El rey Ricardo se preparaba para la batalla de su vida. Un ejército conducido por Enrique, conde de Richmond, marchaba contra él. El combate decidiría quién gobernaría Inglaterra.
La mañana de la batalla, Ricardo envió a un palafrenero a comprobar si su caballo favorito estaba preparado.
-Ponle pronto las herraduras -le dijo el palafrenero al herrero-. El rey desea cabalgar al frente de sus tropas.
-Tendrás que esperar -respondió el herrero-. En estos días he herrado a todo el ejército del rey, y ahora debo conseguir más hierro.
-No puedo esperar -gritó el palafrenero con impaciencia-. Los enemigos del rey avanzan, y debemos enfrentarlos en el campo. Arréglate con lo que tengas.
El herrero puso manos a la obra. Con una barra de hierro hizo cuatro herraduras. Las martilló, las moldeó y las adaptó a los cascos del caballo. Luego empezó a clavarlas. Poco después de clavar tres herraduras, descubrió que no tenía suficientes clavos para la cuarta.
-Necesito un par de clavos más -dijo-, y me llevará un tiempo sacarlos de otro lado.
-Te he dicho que no podía esperar -dijo el impaciente palafrenero. Ya oigo las trompetas. ¿No puedes apañarte con lo que tienes?
-Puedo poner la herradura, pero no quedará tan firme como las otras.
-¿Aguantará? -preguntó el palafrenero.
-Tal vez, pero no puedo asegurártelo.
-Pues clávala -exclamó el palafrenero-. Y deprisa, o el rey Ricardo se enfadará con los dos.
Los ejércitos chocaron, y Ricardo estaba en lo más fiero del combate. Cabalgaba de aquí para allá, alentando a sus hombres y luchando contra sus enemigos.
-¡Adelante, adelante! -gritaba, lanzando sus tropas contra las líneas de Enrique.
A lo lejos, del otro lado del campo, vio que algunos de sus hombres retrocedían. Si otros los veían, también se retirarían. Ricardo espoleó su caballo y galopó hacia la línea rota, ordenando a sus soldados que regresaran a la batalla.
Estaba en medio del campo cuando el caballo perdió una herradura. El caballo tropezó y rodó, y Ricardo cayó al suelo.
Antes que el rey pudiera tomar las riendas, el asustado animal se levantó y echó a correr. Ricardo miró en derredor. Vio que sus soldados daban media vuelta y huían, y las tropas de Enrique lo rodeaban.
Agitó la espada en el aire.
-¡Un caballo! -gritó-. ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!
Pero no había ningún caballo para él. Su ejército se había desbandado, y sus tropas sólo pensaban en salvarse. Poco después los soldados de Enrique se abalanzaron sobre él, y la batalla terminó.
Y desde esos tiempos, la gente dice:
Por falta de un clavo se perdió una herradura,
por falta de una herradura, se perdió un caballo,
por falta de un caballo, se perdió una batalla,
por falta de una batalla, se perdió un reino,
y todo por falta de un clavo de herradura.
William J. Bennett. El libro de las virtudes.